“¿Alcanzarás tú el rastro de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso? Es más alto que los cielos: ¿qué harás? Es más profundo que el infierno: ¿cómo lo conocerás? Su dimensión es más larga que la tierra, y más ancha que la mar”
(Job 11:7-9).
En los estudios anteriores, hemos observado algunas de las admirables y preciosas perfecciones del carácter Divino. Después de esta meditación sencilla y deficiente de sus atributos, ha de ser evidente para todos nosotros que Dios es, en primer lugar, un ser incomprensible, y, maravillados ante su infinita grandeza, nos vemos obligados a usar las palabras de Sofar:
“¿Alcanzarás tú el rastro de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso? Es más alto que los cielos: ¿qué harás? Es más profundo que el infierno: ¿cómo lo conocerás? Su dimensión es más larga que la tierra, y más ancha que la mar” Cuando dirigimos nuestro pensamiento a la eternidad de Dios, a su ser inmaterial, su omnipresencia y su omnipotencia, nos sentimos anonadados.
Pero la imposibilidad de comprender la naturaleza Divina no es razón para desistir en nuestros esfuerzos reverentes y devotos para entender lo que tan benignamente ha revelado Dios de sí mismo en su Palabra. Sería locura el decir que, porque no podemos adquirir un conocimiento perfecto es mejor no esforzarnos en alcanzar parte. ‘Nada aumenta tanto la capacidad del intelecto y del alma humana como la investigación devota, sincera y constante del gran tema de la Divinidad.
El más excelente estudio para desarrollar el alma es la ciencia de Cristo crucificado y el conocimiento de la divinidad en la gloriosa Trinidad”. Citando a C. H. Spurgeon, este gran predicador bautista del siglo pasado, diremos que:
“El estudio propio para el cristiano es el de la Divinidad: La ciencia más elevada, la especulación más sublime y la filosofía más importante en la que el hijo de Dios puede ocupar su atención es el nombre, la naturaleza, la persona, la obra y la existencia del gran Dios al que llama Padre.”
En la meditación de la Divinidad hay algo extremadamente beneficioso para la mente. Es un tema tan vasto, que hace que nuestros pensamientos se pierdan en la inmensidad; tan profundo, que nuestro orgullo queda ahogado. Podemos comprender y dominar otros temas; al hacerlo, nos sentimos satisfechos, decimos: He aquí soy sabio, y seguimos nuestro propio camino. Sin embargo, nos acercamos a nuestra ciencia magistral y nos damos cuenta que nuestra plomada no alcanza su profundidad, y que nuestros ojos de lince no pueden llegar a su altura, nos alejamos pensando: Nosotros somos de ayer, y no sabemos, (Mal. 3:6).
Sí, nuestra incapacidad para comprender la naturaleza divina debería enseñarnos a ser humildes, precavidos y reverentes. Después de toda nuestra búsqueda y meditación, hemos de decir como Job: “He aquí, éstas son partes de sus caminos; ¡mas cuán poco hemos oído de él!” (Job 26:14).
Cuando Moisés imploró que le mostrara su gloria, él le respondió: “Yo proclamaré el nombre de Jehová delante de ti” (Exo. 33:19), y, como alguien ha dicho, “el nombre es el conjunto de sus atributos”. Podemos dedicarnos por completo al estudio de las diversas perfecciones por las cuales el Dios nos descubre su propio ser, atribuírselas todas, aunque tengamos todavía concepciones pobres y defectuosas de cada una de ellas. Sin embargo, en tanto que nuestra comprensión corresponde a la revelación que él nos proporciona de sus varias excelencias, tenemos una visión presente de su gloria.
En verdad, la diferencia entre el conocimiento que de Dios tienen los santos en esta vida y el que tendrán en el cielo es grande; con todo, ni el primero ha de ser desestimado, ni el segundo exagerado. Es cierto que la Escritura declara que le “veremos cara a cara” y que “conoceremos como somos conocidos” (1Cor. 13:12).
Pero deducir de esto que entonces conoceremos a Dios como él nos conoce a nosotros es dejarnos seducir por la mera apariencia de las palabras, y prescindir de la limitación que ellas mismas imponen necesariamente en tema como éste. Hay una gran diferencia entre decir que los santos serán glorificados, y que serán hechos divinos. Los cristianos, aún en su estado de gloria, serán criaturas finitas, y, por lo tanto, incapaces de comprender completamente al Dios infinito.
“En el cielo, los santos verán a Dios con ojos espirituales, por cuanto El será siempre invisible al ojo físico; le verán más claramente de como le veían por la razón y la fe, y más extensamente de lo que han revelado hasta ahora sus obras y dispensaciones; pero la capacidad de sus mentes no serán aumentadas hasta el punto de poder contemplar a la vez y en detalle toda la excelencia de su naturaleza. Para comprender la perfección infinita sería necesario que fuesen infinitos.
Aún en el cielo su conocimiento será parcial; sin embargo, su felicidad será completa porque su conocimiento será perfecto, en el sentido de que será el adecuado a la capacidad del ser, aunque no agote la plenitud del fin, creemos que será progresivo, y que, a medida que su visión se desarrolle, su bienaventuranza aumentará también; pero nunca alcanzará un límite más allá del cual no hay nada más por descubrir; y, cuando los siglos hayan transcurrido, él será todavía el Dios incomprensible.
En segundo lugar, en el estudio de las perfecciones de Dios se pone de manifiesto que es todo suficiente. Lo es en sí y para sí mismo. El primero de todos los seres no podía recibir cosa alguna de otro. Siendo infinito, está en posesión de toda perfección posible.
Cuando el Dios trino estaba sólo, él era el todo para sí. Su entendimiento, amor y energía estaban dirigidos a sí mismo. Si hubiese necesitado algo externo, no hubiese sido independiente, y, por tanto, no hubiese sido Dios. Creó todas las cosas “para él” mismo (Col. 1:16). Con todo, no lo hizo para suplir alguna necesidad que pudiera tener, sino para transmitir la vida y la felicidad a los ángeles y a los hombres, y para admitirles a la visión de Su propia gloria.
Verdad es que exige la lealtad y la devoción de sus criaturas inteligentes; sin embargo, no se beneficia de su servicio, antes al contrario, son ellas las beneficiadas (Job 22:2,3). Dios usa medios e instrumentos para cumplir sus propósitos, no porque su poder sea insuficiente, sino, a menudo, para demostrarlo de modo más sorprendente a pesar de la debilidad de los instrumentos.
La absoluta suficiencia de Dios hace de El objeto supremo de nuestras aspiraciones. La verdadera felicidad consiste solamente en el disfrute de Dios. Su favor es vida, y su cuidado es mejor que la vida misma. “Mi parte es Jehová, dijo mi alma; por tanto en él esperaré” (Lam. 3:24); la percepción de su amor, su gracia y su gloria es el objeto principal de los deseos de los santos, y el manantial de sus más nobles satisfacciones.
Muchos dicen: “¿Quién nos mostrará el bien?” Haz brillar sobre nosotros, oh Jehová, la luz de tu rostro. Tú has dado tal alegría a mi corazón que sobrepasa a la alegría que ellos tienen con motivo de su siega y de su vendimia.” (Sal. 4:6-7).
Sí cuando el cristiano está en su cabal juicio, puede decir: “Aunque la higuera no florezca ni en las vides haya fruto, aunque falle el producto del olivo y los campos no produzcan alimento, aunque se acaben las ovejas del redil y no haya vacas en los establos; con todo, yo me alegraré en Jehová y me gozaré en el Dios de mi salvación” (Hab. 3:17-18).
En tercer lugar, en el estudio de las perfecciones de Dios resalta el hecho de que El es Soberano Supremo del universo. Alguien ha dicho, con razón, que, “ningún dominio es tan absoluto como el de la creación. Aquél que podía no haber hacho nada, tenía el derecho de hacerlo todo según su voluntad.
En el ejercicio de su poder soberano hizo que algunas partes de la creación fueran simple materia inanimada, de textura más o menos refinada, de muy diversas cualidades, pero inerte e inconsciente. El dio a otras organismo, y las hizo susceptibles de crecimiento y expansión, pero, aún así, sin vida en el sentido propio de la palabra. A otras les dio, no sólo organismo, sino también existencia consciente, órganos del sentido y movimiento propio. A éstos añadió en el hombre el don de la razón y un espíritu inmortal por el cual está unido a un orden de seres elevados que habitan en las regiones superiores. El agita el cetro de la omnipotencia sobre el mundo que creó.
Alabe y glorifique al que vive para siempre; porque su señorío es sempiterno, y su reino por todas las edades. Y todos los moradores de la tierra por nada son contados; y en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, hace según su voluntad: ni hay quien estorbe su mano y le diga: ¿qué haces? (Dan. 4:3435).
La criatura, considerada como tal, no tiene derecho alguno. No puede exigir nada a su Creador, y como quiera que sea tratado, no tiene razón en quejarse. No obstante, al pensar en el señorío absoluto de Dios sobre todas las cosas, no deberíamos de olvidar nunca sus perfecciones morales. Dios es justo y bueno, y siempre hace lo que es recto. Sin embargo, ejerce su soberanía según su voluntad imperial y equitativa. Asigna a cada criatura su lugar según parece bien a sus ojos. Ordena las diversas circunstancias de cada una según sus propios consejos. Moldea cada vaso según su determinación inmutable. Tiene misericordia del que quiere, y al que quiere endurece.
Dondequiera que estemos, su ojo está sobre nosotros. Quienquiera que seamos, nuestra vida y posesiones están a su disposición. Para el cristiano es un Padre tierno; para el rebelde pecador será fuego que consume. “Por tanto, al Rey de siglos, inmortal, invisible, al solo sabio Dios sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amen” (1Tim. 1:17).
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