“Temed a aquel que, después de haber dado muerte,
tiene poder de echar en el infierno. Sí, os digo: A éste temed”.
(Luc. 12:5).
Es triste ver a tantos cristianos que parecen considerar la ira de Dios como algo que necesita excusas y justificación, o que, cuando menos, celebrarían que no existiese. Hay algunos que, aunque no irían tan lejos como para admitir abiertamente que la consideran una mancha en el carácter Divino, están lejos de mirarla con deleite, no les agrada pensar en ella, y rara vez la oyen mencionar sin que se levante un resentimiento secreto hacia ella en sus corazones.
Incluso entre los de juicio más moderado, no son pocos los que imaginan que la severidad de la ira divina es demasiado aterradora para constituir un tema provechoso de meditación. Otros admiten el engaño de que la ira de Dios no es compatible con su bondad, y por esto tratan de desterrarla del pensamiento.
Sí, muchos huyen de la visión de la ira de Dios como si se les obligara a mirar una mancha del divino carácter, o una falta de la autoridad divina. Pero, ¿qué dicen las escrituras? Al leerlas, nos damos cuenta de que Dios no ha tratado de ocultar la realidad de su ira. El no se avergüenza de proclamar que la venganza y el furor le pertenecen.
Su propia demanda es: “Ved ahora que yo, soy yo, y no hay dioses conmigo; yo hago morir, y yo hago vivir, yo hiero, y yo curo; y no hay quien pueda librar de mi mano, y diré: Vivo yo para siempre, si afilare mi reluciente espada, y mi mano arrebatare el juicio yo volveré la venganza a mis enemigos, y daré el pago a los que me aborrecen” (Deut. 32:39-41). Una mirada a la concordancia nos revelará que, hay más referencias al enojo, el furor, y la ira de Dios que a su amor y benevolencia. El odia todo pecado, porque es santo; y porque lo odia, su furor se enciende contra el pecador (Sal. 7:11). La ira de Dios constituye una perfección divina tan importante como su fidelidad, poder o misericordia.
Ha de ser así, por cuanto en el carácter de Dios no hay defecto alguno, ni la más leve tacha; ¡Sin embargo, habría si careciera de “ira”! La indiferencia al pecado es una falta moral, y el que no lo odia es un leproso moral. ¿Cómo podría El, que es la suma de todas las excelencias, mirar con igual satisfacción la virtud y el vicio, la sabiduría y la locura? ¿Cómo podría El, que se deleita sólo en lo que es puro y amable, dejar de despreciar lo que es impuro y vil?
La naturaleza misma de Dios que hace del infierno una necesidad tan real, un requisito tan imperativo y eterno como es el cielo. No solamente no hay en Dios imperfección alguna, sino que no hay perfección que sea menos “perfecta” que otra. La ira de Dios es su eterno aborrecimiento de toda injusticia. Es el desagrado e indignación de la rectitud divina ante el mal. Es la santidad de Dios puesta en acción contra el pecado. Es la causa motriz de la sentencia justa que pronuncia contra los que actúan mal.
Dios se enoja contra el pecado porque es una rebelión contra su autoridad, un ultraje cometido contra su soberanía inviolable. Los que se sublevan contra el gobierno de Dios aprenderán que Dios es el Señor. Se les hará conocer la grandeza de su Majestad que ellos desprecian, y lo terrible que es esa ira que se les anunció y que ellos repudiaron. No es que la ira de Dios sea una venganza maligna, que hiera por herir, o un medio para devolver una injuria recibida. No; Dios vindicará su dominio como Gobernador del universo, pero nunca será vengativo.
Que la ira divina es una de sus perfecciones de Dios es evidente, no sólo por las consideraciones presentadas hasta el momento, sino, lo que es más importante, porque así lo establecen las afirmaciones categóricas de su propia Palabra. “Porque manifiesta es la ira de Dios desde el cielo” (Rom. 1:18).
Se manifestó cuando fue pronunciada la primera sentencia de muerte, cuando la tierra fue maldita y el hombre echado del paraíso terrenal; y, después, por castigos ejemplares tales como el Diluvio y la destrucción de las ciudades de la llanura (Sodoma y Gomorra) con fuego del cielo, y especialmente, por el reinado de la muerte en todo el mundo.
Se manifestó, también, en la maldición de la Ley para cada transgresión, y fue dada a entender en la institución del sacrificio. En el capítulo 8 de Romanos, el apóstol llama la atención de los cristianos al hecho de que la creación entera está sujeta a vanidad, y gime y está de parto.
La misma creación que declara que hay un Dios, y publica su gloria, proclama también que es el Enemigo del pecado y el Vengador de los crímenes de los hombres. Pero, sobre todo, la ira de Dios fue revelada desde el cielo cuando su Hijo vino para manifestar el carácter Divino, y cuando esa ira fue presentada en sus sufrimientos y muerte de un modo más terrible que en todas las señales que había dado anteriormente de su enojo por el pecado.
Además, el castigo futuro y eterno de los impíos se declara ahora en unos términos más solemnes y explícitos que nunca. Bajo la nueva dispensación, hay dos revelaciones celestiales; una es de ira, la otra es de gracia. Por otra parte, que la ira de Dios es una perfección divina queda demostrado claramente en lo que dice el Salmo 95:11: “Por tanto juré en mi furor”. Hay dos motivos por los que Dios “jura”, al hacer una promesa (Gén. 22:16), y al anunciar un castigo (Deut. 1:34).
En el primer caso, Dios juró en favor de sus hijos; en el segundo, para atemorizar a los impíos. Un juramento es una confirmación solemne (Heb. 6:16). En Gén. 22:16, Dios dijo: “Por mi mismo he jurado”. En el Sal. 89:35, declaró: “Una vez he jurado por mi Santidad.” Mientras que, en el Sal. 95:11, afirmó “Juré en mi furor”.
Así el gran Jehová apela a su furor, o ira, como una perfección igual a su Santidad; ¡él jura tanto por la una como por la otra! Pero aún hay más: como que en Cristo “había toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col. 2:9), y ya que en él lucen gloriosamente todas las perfecciones divinas (Juan 1:18), es por ello que leemos de “la ira del Cordero” (Apoc. 6:16).
La ira de Dios es una perfección del carácter divino sobre la que necesitamos meditar con frecuencia. En primer lugar, para que nuestros corazones sean debidamente inculcados del odio que Dios siente hacia el pecado. Nosotros siempre nos inclinamos a considerar trivialmente el pecado, a excusarlo, y a consentir su fealdad.
Pero cuanto más estudiemos y meditemos la aversión de Dios hacia el mismo, y su terrible venganza sobre él, más fácilmente nos daremos cuenta de su enormidad. En segundo lugar, para engendrar en nuestros corazones un temor verdadero a Dios. “Retengamos la gracia por la cual sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Heb. 12:28,29).
No podemos servirle “agradándole” a menos que tengamos “reverencia” a su Majestad sublime, y “temor” a su justo furor; y la mejor manera de producirlo en nosotros es recordando a menudo que “nuestro Dios es fuego consumidor”. En tercer lugar, para elevar nuestras almas en ferviente alabanza por habernos librado “de la ira que ha de venir” (1Tes. 1:10).
Nuestra rapidez o nuestra desgana en meditar sobre la ira de Dios es un medio eficaz para ver cual es nuestra verdadera posición delante de él. Si no nos gozamos verdaderamente en Dios por lo que es en sí mismo y por todas las perfecciones que habitan eternamente en él, ¿cómo puede, pues, morar en nosotros el amor de Dios?
Cada uno de nosotros necesita orar y estar en guardia para no hacerse una imagen de Dios según sus propias ideas e inclinaciones malas. El Señor, en la antigüedad, se quejó de que “pensabas que de cierto sería yo como tú” (Sal. 50:21).
Si no alabamos “la memoria de su Santidad” (Sal. 97:12), si no nos regocijamos al saber que, en un cercano día, Dios desplegará gloriosamente su ira al vengarse de todos los que ahora se oponen a El, eso es una prueba positiva de que todavía estamos en nuestros pecados, en el camino que conduce al fuego eterno.
“Alabad, gentes (gentiles), a su pueblo, porque el vengará la sangre de sus siervos, y volverá la venganza a sus enemigos” (Deut. 32:34). Y, de nuevo: “Oí como la gran voz de una enorme multitud en el cielo, que decía: “¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios. Porque sus juicios son verdaderos y justos; pues él ha juzgado a la gran ramera que corrompió la tierra con su inmoralidad, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella. Y por segunda vez dijeron: “¡Aleluya!” (Apoc. 19:1-3).
Grande será el gozo de los santos en aquel día cuando el Señor vindicará su Majestad, ejercerá su poderoso dominio, magnificará su justicia, y derrotará a los rebeldes orgullosos que se han atrevido a desafiarle. “Si mirares a los pecados, ¿quién oh, Señor, podrá mantenerse?” (Sal. 130:3). Haremos bien en hacernos esta pregunta, porque está escrito que “no se levantarán los malos en el juicio” (Sal. 1:5).
¡Qué agitada y angustiada estaba el alma de Cristo bajo el peso de las iniquidades de los suyos que Dios le imputaba al morir! Su agonía cruel, su sudor de sangre, su gran clamor y súplica (Heb. 5:7), su reiterado ruego “si es posible, pase de mi este vaso”, su último grito aterrador “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has desamparado?”,
Todo ello muestra que terrible era el temor que sentía por lo que significa el que Dios “mire a los pecados”. ¡Bien pueden clamar los pobres pecadores: “Señor ¿quién podrá mantenerse?”, cuando el mismo hijo de Dios tembló así bajo el peso de su ira!, Si ustedes no se han “afianzado de la esperanza” que es en Cristo, el único salvador, “¿Qué harán en la espesura del Jordán?” (Jer. 12:5).
El gran Dios, pudiendo destruir a todos sus enemigos con una palabra de su boca, es indulgente con ellos y provee a sus necesidades. No es extraño de él, que hace bien a los ingratos y malvados, nos mande bendecir a los que nos maldicen. Pero no piensen los pecadores, que escaparán; el molino de Dios va despacio, pero muele muy fino; cuanto más admirable, sea ahora su paciencia y benignidad, más terrible e insostenible será el furor que su bondad profanada causará.
No hay nada tan suave como el mar, sin embargo, cuando es sacudido por la tempestad nada puede rugir tan violentamente. No hay nada tan dulce como la paciencia y la bondad de Dios, ni nada tan terrible como su ira cuando se enciende”. Así que, “huyamos” hacia Cristo; “huye de la ira que vendrá” (Mat. 3:7) antes que sea demasiado tarde.
Es necesario que pensemos que esta exhortación no va dirigido a alguna otra persona. ¡Va dirigida a nosotros! No nos contentemos con pensar que ya nos hemos entregado a Cristo. ¡Asegurémonos de ello! Pidamos al Señor que escudriñe nuestro corazón y que lo revele.
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