Quiera Dios concedernos la gracia de guardarnos de ese mal tan vil de hablar mal de los demás. Velemos para no ser hallados incurriendo en este mal contra aquellos que son tan queridos para Él, y que tanto le ofende. No hay un solo miembro del pueblo de Dios en el cual no podamos hallar algo bueno, con tal que lo busquemos de la manera correcta. Ocupémonos únicamente en lo bueno; detengámonos en lo bueno y procuremos fortalecerlo y desenvolverlo de todas las maneras posibles. Por otro lado, si no hemos podido descubrir lo bueno en nuestro hermano y compañero de servicio, si nuestro ojo sólo ha logrado ver extravagancias, si no hemos logrado hallar la chispa de vida entre las cenizas, la piedra preciosa en medio de las impurezas; si sólo hemos visto lo que era de la naturaleza carnal, en ese caso corramos el velo del silencio sobre nuestro hermano, con amor y benevolencia, y hablemos de él solamente ante el trono de la gracia.
Asimismo, cuando nos toca estar en compañía de aquellos que dan rienda suelta a la perversa costumbre de hablar en contra de los hijos de Dios, si no logramos cambiar el curso de la conversación, levantémonos y abandonemos ese lugar, dando con ello testimonio contra lo que es tan aborrecible para Cristo. Jamás nos sentemos junto a un difamador para escucharlo. Podemos estar seguros de que está haciendo la obra del diablo, e infligiendo un daño positivo a tres distintas personas: a sí mismo, a su oyente y al sujeto que es blanco de sus censuras.
Hay algo de perfecta belleza en el modo en que Moisés se condujo en la escena ante nosotros (Números 12). Se mostró de veras un hombre manso, no solamente en el caso de Eldad y Meldad, sino también en el asunto más angustioso y delicado de Aarón y María. En el primer caso, en vez de estar celoso de aquellos que fueron llamados a compartir su dignidad y responsabilidad, se regocija de la obra de ellos, y ruega para que todo el pueblo de Dios pueda poseer el mismo privilegio sagrado. En el segundo caso, en vez de experimentar y guardar resentimiento contra su hermano y su hermana, estuvo bien dispuesto en seguida a tomar el lugar de intercesor: “Y dijo Aarón a Moisés: ¡Ah! señor mío, no pongas ahora sobre nosotros este pecado; porque locamente hemos actuado, y hemos pecado. No quede ella ahora como el que nace muerto, que al salir del vientre de su madre, tiene ya medio consumida su carne. Entonces Moisés clamó a Jehová, diciendo: Te ruego, oh Dios, que la sanes ahora” (Números 12:11-13).
Aquí Moisés exhala el espíritu de su Señor, y ruega por los que hablaron tan agriamente contra él. Ésta era la victoria, la victoria de un hombre manso, la victoria de la gracia. Un hombre que conoce su verdadero lugar ante Dios, es capaz de elevarse por encima de todos los males que se dicen de él; y no se aflige por éstos, sino únicamente por aquellos que los pronuncian. Es capaz de perdonarlos. No es susceptible, no es tenaz, ni ocupado en sí mismo. Sabe que nadie lo podrá colocar por debajo de lo que merezca; y, por tal motivo, si alguien habla contra él, puede inclinar la cabeza con mansedumbre y continuar su camino, encomendándose a sí mismo y su causa a Aquel “que juzga justamente” y que “pagará a cada uno conforme a sus obras” (1.ª Pedro 2:23; Romanos 2:6).
Tal es la verdadera dignidad. ¡Ojalá que podamos comprenderla un poco mejor, y entonces no estaremos tan dispuestos a encendernos en ira cuando alguno crea que es lo justo hablar con descrédito de nosotros o de nuestra obra; al contrario, bien podemos elevar nuestros corazones en ferviente oración por ellos, trayendo así bendición sobre ellos y sobre nuestras almas!
escrito por C.H. Mackintosh
tomado de:
http://www.verdadespreciosas.com.ar/documentos/breves_articulos_I/murmuraciones.htm
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